Aprendimos con Albert Camus que el verdadero acto de rebeldía no tiene naturaleza destructiva. Ante un estado de cosas reprobable, el rebelde dice, en efecto, no (protesta, refuta, rompe), para acto seguido colocar en el espacio creado por la negación un sí, lo que supone un remate constructivo. Tal es la base moral del verdadero rebelde.

Decir no es tanto como decir se acabó, basta ya, con la mira puesta en un fin que dignifique tanto al justo como al injusto, aunque no forzosamente con el mismo grado de empatía. También con Camus aprendimos a poner nuestro corazón en quienes sufren la historia.

El principio de la no violencia activa niega que el fuego se apague con más fuego, que un crimen se resuelva con otro crimen. El siglo XX fue pródigo en figuras memorables que arriesgaron su vida o incluso la perdieron en pro de soluciones pacíficas y, por tanto, persuasivas a hechos de una injusticia flagrante. Rápidamente nos vienen a la boca los nombres de Gandhi, de Martin Luther King, de Vaclav Havel, de Ayaan Hirsi Ali y de tantos otros que hoy forman parte de la más noble conciencia de la humanidad, figuras que nos ofrecen modelos de comportamiento, en las cuales los ciudadanos de buena fe encuentran su mejor reflejo.